Lo que están haciendo Nogueras, junto a Pilar Calvo, Josep Marie Cervera, Josep María Cruset, Isidre Gavin, Marta Madrenes y Josep Pagés es boicotear a la España que no quieren, pero que utilizan, aprovechándose de la debilidad parlamentaria del PSOE de Pedro Sánchez. Los chantajistas se comportan siempre de la misma forma: piden cada vez un poco más mientras se guardan lo ya conseguida. Carles Puigdemont sueña con ser el primer presidente de la República catalana, al igual que lo pensaron antes que él Jordi Pujol y Artur Más, con menos vehemencia pero con el mismo punto final comió meta.
El independentismo catalán existe desde que comenzó a formarse España; fue y quiso ser Reino antes incluso de que Fernando de Aragón se casara con Isabel de Castilla. Se consideraban diferentes, que lo son, pero nunca hasta ahora con la desvergüenza con la que Miriam Nogueras lo hace visible en el Congreso. De cesión en cesión, cada gobierno de España, ya desde la II República, ha ido permitiendo que una minoría de catalanes genere una brecha entre el conjunto del Estado que tiene difícil arreglo. Antes con veinte escaños por la suma de la Convergencia de Pujol y la Unión de Durán Lleida; y ahora con los siete de Junts, como punta de lanza, pero con el resto del independentismo detrás. Y existe, no se puede engañar al juego del solitario, que los deseos de independencia para Cataluña están presentes en una parte de la izquierda.
La capacidad de olvido del independentismo actual es enorme, de la misma forma que es enorme su apelación constante al victimismo. Si se detienen a mirar la historia verán que, incluso con el Borbón Felipe V, que les había vencido como seguidores del archiduque Carlos, siempre tuvieron ventajas respecto al resto de los habitantes y tierras de España. Sin la presencia y ”utilidad” de manchegos, andaluces, gallegos y castellanos estarían en la ruína más completa, incapaces de competir en un mundo global. Estarían en manos o bajo la tutela de alguna potencia mayor y más agresiva que la que tiene su epicentro en Madrid. Serían “súbditos”, les guste o no escucharlo, de Francia e incluso de Israel, una plataforma comercial y financiera en la que la proclamada justicia social sería una apelación retórica al pasado.
Si en lugar de Pedro Sánchez y el PSOE en el palacio de La Moncloa estuviera Alberto Núñez Feijóo con el apoyo del Vox de Santiago Abascal la situación sería muy parecida. Se puede comprobar en las etapas de Adolfo Suárez, de Felipe Gponzález, de José María Aznar, de José Luís Rodríguez Zapatero y de Mariano Rajoy. Todos han claudicado, en mayor o menor grado, a las exigencias de los políticos independentistas catalanes - con sus compañeros vascos aprovechando ese tirón para ir consiguiendo sus propios objetivos - que tampoco han parado en los escasos años de tener a un socialista en el gobierno de la Generalitat.
El gran problema de esta España de hoy, sin Presupuestos y con un Congreso más pendiente de la lucha cainita entre el PSOE y el PP que de acordar unos mínimos que sean aceptamos por una amplísima mayoría que le ponga a salvo de los sucesivos intentos de chantaje que se van a seguir produciendo. Hoy son Sánchez y Feijóo, con la compañía de Abascal y Díaz; mañana serán otros dos y con Puigdemont o Nogueras seguiremos padeciendo de lo mismo: siete escaños y cuatrocientos mil votos son capaces de “dirigir” la vida política, social, económica y hasta jurídica de 48 millones de habitantes, de los que votaron, en 2023, veinticinco millones, que representan a 343 parlamentarios. No llegan ni al dos por ciento de los que han ido a las urnas. Poner los colores, azul y rojo, y los deseos personales y grupales, por encima de las necesidades globales del estado, que se llama España y tiene una estructura que puede cambiarse, pero no por el camino sin fin del chantaje permanente.