Recorrer los “otros palacios” donde se caza y se conspira a partes iguales, es entrar en los caminos del poder. García Page lleva cuarenta años sintiendo ese peso, desde que fuera el más jóven de los políticos que nacieron y crecieron a la sombra de José Bono. Aprendió y bien cada una de las lecciones del que fuera presidente autonómico, ministro y presidente de las Cortes. De la misma forma que lo hizo Cospedal cuando tuvo que mirar desde Fuensalida como el poder de la derecha española que había construido José María Aznar despertaba las ambiciones de su “compañera profesional” en la abogacía del Estado. Es bueno recorrer esos itinerarios para, desde la historia, mirar el posible futuro del último de los que se asoma a los ventanales del puesto de mando del primer piso. Cancilleres, Príncipes y hasta Papás tienen su propia memoria entre sus paredes.
Desde el ventanal del despacho del presidente de Castilla la Mancha en el palacio de Fuensalida, a las espaldas de Zocodover, aparecen los cigarrales que rodean Toledo y la salida de la ciudad hacia los montes de las grandes fincas de caza de los señores de Madrid. Hogar de emperatriz gobernadora y de futuros Reyes de España tuvo que esperar a la llegada de la democracia para recuperar su antiguo esplendor con la mezcla de estilos que convirtieron a Toledo en la gran capital de las Tres Culturas: cristiana, árabe y judía, presentes las tres en la propia estructura del palacio.
Si la vista alcanzara se verían las grandes mansiones que se han ido construyendo sobre los viejos predios aristocráticos que dominaron esas tierras conquistados por la fuerza del dinero, como La Salceda que fue de Mario Conde para ser vendida por veinte millones de euros a Juan Miguel Villa Mir que quiso fundar su propio imperio de aceite y vino añadiendo la mansión solariega del banquero derribado a las que ya poseía de Los Valles y Dehesa del Carrizal ; El Molinillo de Manolo Lao, uno de los grandes señores del juego de la España que quiso apostar a casinos y tragaperras más que a Universidades; El Avellanar de Alberto Cortina, finca por medio de Las Navas de Juan Abelló, que logró su trilogía campera con Los Robledilos y Torneros; para llegar a Las Cuevas de su primo Alberto Alcocer, uno y otro alejados de Esther y Alicia Koplowitz, las hermanas que se cansaron de engaños y traiciones amorosas y decidieron manejar sus propias fortunas con mayor o menor éxito.
Miradas en la lejanía hacia la única finca que se acercó a competir con la reina de todas ellas entre Ciudad Real y Córdoba, El Castañar, del duque de Westminster, el aristócrata más rico de toda Gran Bretaña. Quince mil hectáreas que valen más de diez mil millones de euros y dónde han abatido ciervos y jabalíes toda la familia Real británica. Y dónde, de la mano de Gerald Grosvenor, Juan Carlos I conocería a Corinna zu Sayn-Wittgenstein en 2004 para iniciar su propio descenso a los infiernos.
No llegaba a tanto El Castañar de la famila Botín, que se partiría en dos a la muerte del presidente del Banco Santander, quedándose Francisco Javier con las 4.600 hectáreas de El Castañar, pista de aterrizaje incluida, y Ana Patricia con las 3.000 de Santa María. La mitad de extensión pero con los mismos deseos de demostrar riqueza y poder que el pariente de la Reina Isabel II, algo que nunca debió olvidar el padre de Felipe VI, cuando la entonces princesa de 39 años y mujer del alocado Casimir, decidió que más valía Rey en mano que Príncipe volando.
Lujo alejado de las miradas, rutas escondidas y caminos prohibidos que antes fueron de dominio público. Refugio de los más ricos y en ocasiones lugares de perdición cuando asoma la enfermedad y hay que correr muy deprisa en busca del hospital que te salve la vida en Toledo. Alfonso Cortina creyó estar a salvo del Covid en su finca Villagarcía, lejos de la contagiosa capital y ya casi olvidada su presidencia de Repsol. Le alcanzó la guadaña invisible del virus entre pinos, olivos y alcornocales.
Miles de hectáreas pensadas más presumir que para cazar, para invitar a la flor y nata del poder real, político y financiero. Tierras que fueron antes de toreros como Marcial Lalanda o de industriales cerveceros como la familia Mahou. Millones de metros cuadrados que representan una parte importante de la riqueza de la región y en las que entre ojeo y caza mayor se han realizado y se realizan algunos de los grandes negocios del país. La escopeta nacionalidad retratada por Luís García Berlanga o Los Santos inocentes que describiera Mario Camus rescatadas de lo más tópico del franquismo y tan real en el siglo XXI con los banqueros y empresarios de la España globalizada como lo era en los duros años sesenta dirigidos por el pacto industrial entre el Opus Dei y el Movimiento Nacional para sacar al país de las alpargatas y lentejas con perdigones que había dejado la Guerra Civil.
Palacio de condes y de reinas, palacio de emperadores, de ausencias, conspiraciones, tratados, ambiciones y muertes. Construido a instancias de Pedro Lopez de Ayala a comienzos del siglo XV sobre las piedras de su patio interior, desde el que una gran escalera de piedra de dos brazos conduce a despachos que fueron salones y dormitorios. Palacio de subterráneos inciertos y pasadizos cerrados con mampostería por los que cien años más tarde debió correr y gritar como niño que era el futuro Felipe II mientras su madre, Isabel de Portugal, intentaba dirigir el país que había unido su abuela, pariendo seis hijos y dejando que el Emperador se gastara el dinero de las Indias en sus guerras europeas.
Desde las puertas del palacio partió el cortejo fúnebre en 1539 junto al cortejo camino de Granada, mientras el marido, Carlos V, lloraba en el monasterio de Sisla sin cumplir aún los 40 años haciendo promesa de no volver a casarse. Promesa que rompió por las necesidades del Reino y los pactos entre los descendientes de la misma Monarquía, primos, sobrinos y tíos obligados a casarse antes de cumplir los catorce años para mantener el control del poder. Los hijos legítimos para sucederles, los ilegítimos para ingresar en el ejército o en el convento.
Una boda que cumplía con las exigencias de los nobles castellanos pero que sobre todo le servía al ya emperador para pagar sus abultadas deudas de la guerra contra Francia. Las 900.000 doblas que recibió en dote equivaldrían hoy a la más que apreciable cantidad de entre 30 y 40 millones de euros. No en balde en esa primera mitad del siglo Portugal era uno de los países más ricos de Europa. El Emperador necesita la protección de los buques portugueses para las rutas con América, por un lado, y para protegerse de los corsarios berberiscos en el norte de Africa. Doble boda de primos hermanos, descendientes de los Reyes Católicos y asunto resuelto.
Amparado en sus muros de estilo más mudejar que gótico, el canciller Ayala puso en la primera mitad del siglo XV las piedras de una buena parte de nuestra historia, desde conseguir la paz entre los dos reinos hispanos a base de cruces de matrimonios entre las casas de Castilla y Portugal, a crear como institución hereditaria el título de Principe de Asturias. Y de sus muros salieron los ducados que consiguieron su liberación tras ser apresado por el Príncipe Negro, Eduardo de Woodstock, también Príncipe de Gales, que había llegado a España con sus mercenarios para ayudar a Pedro I en acaso la más cruenta de las guerras civiles que han asolado las tierras de Castilla, la que libró el entonces rey contra su hermanastro y aspirante al trono, Enrique de Trastamara. Quinientos años separan la conquista de las manchegas tierras por nobles ingleses, por las armas primero, por el dinero después.
Años más tarde y tras una nueva detención tras una nueva guerra, el canciller, que había nacido en Vitoria, ayudaría al Rey de Francia a poner en orden su reino, antes de regresar a España y convertirse en uno de los personajes claves en la Corte de Enrique III hasta su muerte con 75 años; el Príncipe Negro, por su parte, regresaría a Inglaterra avalado por sus éxitos militares pero no conseguiría sentarse en el trono ya que moriría a los 46 años tras casarse, eso sí, con su prima, la duquesa de Kent, sin el consentimiento de su padre, por lo que tuvieron que exiliarse durante un tiempo en Francia donde nacerían sus dos hijos, por la bigamia en la que había caído su esposa. Ninguna historia de hoy, como vemos, puede con las originales de aquella época. Ni en el poder que buscaban, ni en el dinero que necesitaban, ni en los amores que se tenían. La entrepierna y el bolsillo siempre han estado muy juntos.
En ese despacho, que hace pared con el antiguo Taller del Moro, cuando el último sol de la tarde se desliza por los tejados y coloca el horizonte bajo las velas multicolores en que se transforman las nubes, la persona que preside el Gobierno regional, el administrador ocasional y pasajero de los tapices y cuadros que cuelgan de sus paredes y entre los que aparece un retrato de la bella Isabel, sentado en una de las dos pequeñas butacas pensadas para conversar ante la misma chimenea que mando construir su antecesor, sabe que le toca lo mismo que lo que le ocurriera al erudito canciller, y que ha pasado tantas veces a lo largo de la historia: pelear con uñas y dientes dentro del juego del poder, ese tablero en el que dirime la capacidad de dirigir y gobernar a millones de personas.
Un juego que era hace quinientos años tan decisivo como lo es en el comienzo del siglo XXI, no solo para decidir el poder en los territorios que fueron de la Nueva Castilla y en los que se asentó la capital de la España de las Tres Culturas y las varias coronas ciñendo una sola cabeza sino por lo que representa para los herederos de las fortunas que se colocan en la ruleta. La victoria o la derrota en la batallas que tienen como escenario las urnas en las cinco provincias que forman ese territorio, con tropas de unos nuevos ejércitos políticos que han cambiado los colores y banderas de los nobles por las siglas de los partidos deciden una parte del poder nacional y de las aspiraciones de aquellos que ocupan el despacho acristalado con chimenea. Los fantasmas de El Greco y Lope de Vega recorren sus pasillos en las frías noches de diciembre, y la figura que desde el Museo Del Prado, de afilado rostro, la nariz como un venablo y los ojos dispuestos a no perdonar desafíos se descuelga del retrato que le hiciera Tiziano para consolar al duque de Gandía, Francisco de Borja, quien no pudo soportar la amargura de ver que el cadaver que dejaba en Granada en nada se parecía al de la Emperatriz.
El bisnieto del Papa Alejandro VI, virrey de Cataluña, hijo ilegítimo de de Fernando II de Aragón, pensó que tras las lágrimas por la belleza perdida y el peregrinar de Toledo a Granada por encargo del Emperador, debía llegar el dolor y la penitencia. Quiso ser monje pero el burlón destino le llevó a ingresar en la Compañía de Jesús a las órdenes de Ignacio de Loyola, quien le nombró Comisario de España en las Indias, para años más tarde convertirse en el Tercer General de los jesuitas. El poder terrenal se mezcló con el religioso y el hombre que había recorrido los pasillos de Fuensalida mil veces recorrió los de El Vaticano muchas más. Tantas que en 1671 obtuvo su recompensa, más allá de los títulos aristocráticos: el Papa Clemente X le elevó a santo. Si un canciller construyó un palacio y una emperatriz lo habitó, fue un santo quien heredó una de las grandes Compañías mundiales para convertirla en una fuerza política y espiritual han poderosa que ha soportado durante casi quinientos años todos los intentos por destruirla. Un Imperio en la sombra coronado en los inicios del siglo XXI por un Papa llegado de las Indias que administró el antiguo habitante del palacio de Fuensalida.
El poder global en la España de las 17 autonomías, casi como 17 reinos que se dispusieran a pleitear entre sí por herencias antiguas y derechos modernos, tal y como lo hicieron los visigodos llegados del otro lado del Danubio; lo mismo que repitieron las taifas árabes para independizarse del poderoso sultán de Damasco. La más vieja de las Españas paseando sus fantasmas entre los mismos muros que sirvieron de palacio imperial y que, abandonados a su suerte durante trescientos años, vieron como se convertían en prisión, almacén de maderas, academia militar y hasta patio de vecindad y escenario de cine antes de ser rescatados del desván de la historia.