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La maldición y los fantasmas de San Telmo (1)

miércoles 28 de enero de 2015, 14:18h

Sentarse en un palacio construido a la sombra de la Inquisición, y en el que durante más de trescientos años se tejieron y destejieron todo tipo de conspiraciones que incluían el asesinato como arma de escalar hasta el poder y luego mantenerlo, es como sentarse en una butaca de cine para ver una película de Wes Craven, Darío Argento o Guillermo del Toro. Tras ver lo que les ha pasado a sus moradores durante los últimos 30 años sólo cabe pensar que una maldición pesa sobre sus paredes y que los fantasmas de los grandes inquisidores que sirvieron a Austrias y Borbones, Torquemada y Arbués pasean por sus salones cuando la luna del Guadalquivir, en las noches de azahar, ilumina los paseos de María de las Mercedes, la reina breve de las coplas, mientras su padre, el duque de Montpensier,conspira contra Alfonso XII para arrebatarle el trono.

San Telmo lleva 333 años en pié, con su estilo barroco y su fachada churrigueresca. Casi doscientos como universidad de Mercaderes y con discípulos como Gustavo Adolfo Becquer en sus aulas; cincuenta como palacio de los Orleans y Borbón, otro tanto bajo dominio del arzobispado hasta la llegada del franciscano Carlos Amigo, y apenas 25 como sede de la presidencia de la Junta de Andalucía, cuando José Rodríguez de la Borbolla se abanicaba en los agostos de los 45 grados y Santa Cruz escondía en sus callejas las distancias entre Nati Abascal y Cayetana de Alba; y los primeros amores en sillones de mimbre y cenas con Vitorio y Luchino de un riojano y una madrileña que querían comerse el mundo, y se lo comieron mientras la más lista e internacional de nuestros modistos/as se convertía en Grande de España y oteaba cuatro Continentes a un tiro de piedra del parisino Arco del Triunfo; y el más díscolo e impredecible de los escribidores del Reino se empeñaba en adornar su despacho con las cabezas cortadas del poder mientras preparaban la guillotina para la suya.

A la vieja Sevilla que quemaba en la hoguera lo mismo a protestantes que a judios y moriscos, la convirtieron en capital de Andalucia bajo los recelos de Granada y Córdoba; y en ella aterrizó como presidente Rafael Escuredo, sangre de tres culturas viejas por sus venas, dispuesto a que su territorio no fuera menos que Cataluña, Euskadi o Galicia. Lo consiguió pero tal y como me contara a mediados del año 85 en su hermosa casa de Simón Verde, en lo alto del Aljarafe, le costó que su antiguo compañero de despacho, Felipe González, le diera permiso al gran visir del gobierno, Alfonso Guerra, para que cortara su cabeza plateada y entregará la vara de mando a " Pepote" Rodríguez de la Borbolla sin terminar el mandato que había recibido en las urnas. Fantasmas y vivos cogían a cuatro manos la cimitarra y ajusticiaban al primero de los díscolos, a quien los " cafelitos" del hermanisimo Juan no le gustaron nunca.

Cuatro años, cuatro, de saber que en Santa Clara el visir se acercaba al colegio Los Rosales para grabar los finales de curso de " Pincho " en compañía de Carmen Reina, esposa doliente y sufridora de librería, salvo que al que en privado y en susurros llamaban " el canijo" hubiera saltado a Roma para acercarse al Trastévere que cobijó a Rafael Alberti y María Teresa, y ver en la Academia los primeros balbuceos de Alma. Cuatro años, cuatro, en los que hasta el espectro de Plácido Fernandez Viagas le recordaba la condición mortal de la presidencia y los cuchillos corvos del " clan de la tortilla" se hincaban en sus ijares políticos para impedirle caminar y obligarle a que renunciara en favor del ex-ugetista y ministro de Trabajo, Manuel Chaves. Tiempo de penitencia en el palacio arzobispal con el monje que llegaría a cardenal para conseguir que San Telmo se convirtiera en palacio civil de los regentes socialistas, que miraban la Marinaleda de Sanchez Gordillo como miraban los procónsules romanos la Numancia castellana y fría.

Los abanicos que mostraba en La Maestranza en las tardes de gloria de Curro Romero convirtieron su lenguaje en un alfabeto de protesta, en el morse de sus desazones, en el recordatorio al vicepresidente de España que les separaba la distancia de un bisabuelo que fue ministro de Alfonso XIII;¶y que entre los Borbolla y los Guerra estaba el Guadalquivir y los naranjos, la calle Betis y los Reales Alcázares, la alta burguesía del Ferial a caballo y la proletaria caseta de la manzanilla y las sevillanas de los romeros. Don José supo de su muerte presidencial antes de que llegara el ataúd a su despacho, y fuese sin hacer testamento, con la sonrisa escondida bajo el bigote y la afilada lengua de Gracia Caballos protegiendo su retaguardia, equidistancia femenina y feroz de la exquisita Meye Maier y la turbulenta Rocio Jurado, dos formas de entender la Andalucia que convierte a monjas en esposas de premios Nobel y echa saetas a caminar por la calle Sierpes.

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