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José Tomás, el último gladiador

jueves 02 de octubre de 2014, 12:47h


Huele a lavanda en los campos labrados de la Provenza en el amanecer que se levanta con un sol blanco que calienta la tierra, y los árboles y el aire que descubrió Paul Cezanne de la mano de Camille para llenar de colores imposibles los lienzos de hielo. Huele a sudor y sangre entre las piedras grises y veinte veces centenarias del anfiteatro que celebró la victoria de Octavio sobre Marco Antonio y Cleopatra, el amor que viajó desde el Nilo para fundirse en un escudo de palmeras y cocodrilos. El poder y sexo, la ambición y la entrega, la pasión compartida entre la furia y la belleza que se funden en la danza primitiva y salvaje del Minotauro que vuelve siempre al eterno mar de las dos mitades, las mismas que habitan en el hombre que quiere mirarse a sí mismo en el espejo de arena.

Hollan las pezuñas salvajes el viento ultimo del verano y avanza único el gladiador, el último de su especie, hacia su cita con la historia, la que le espera, lento el paso, cubierta la cabeza con aquel viejo sueño de Paquiro de colocarse una corona que le pusiera por encima de los nobles, de igual a igual con los otros tronos; los ojos como dos ascuas secas que se dispusieran a abrasar la vida misma de dieciséis mil almas. Es Mefistófeles, el ángel caído y mil veces levantado, cada una de ellas con otra cicatriz como testigo. Siente en la mañana del decimoséptimo día, del noveno mes, del año doce del siglo que siguió a las dos aspas que posee el embrujo de los druidas que tomaban plantas por esas tierras para exorcizar a los dioses y convocar a los espíritus del fuego y el agua. Llega desde la tierra dorada de los trigales y de los olivos de verde plata de la Hispania, la de la piel vieja ya conquistada por los mismos que levantaron piedra a piedra el gran circo. Sin reyes, ni príncipes que le sometan, libre en su soledad, el cano mechón que sombrea su frente como única bandera, envuelto en alas de mariposas.

Los que miran, los que aplauden, los que gritan y levantan brazos y estandartes blancos son los peregrinos que llegaron de los cuatro puntos cardinales en busca del arte y de la magia, de ese suspiro que baja del corazón a las entrañas antes de perderse entre nubes viajeras que se han quedado a mirar un instante, y parten abrazadas al viento para llorar su condición de efímeras a las montañas que dividen las ambiciones y sueños de los pueblos. Voces que levantan la memoria de otras voces que esperaban dormidas bajo los arcos que vieron desfilar a las legiones mientras resonaban los clavos de sus caligas polvorientas en todo el Imperio. Sacrificios impíos que unen los siglos, rostros que se perpetúan bajo el cincel mortal de la estocada....

Se queda quieto frente a su otro yo, al que llama, al que acaricia, con el que juega a la muerte mientras hablan:
  • Tu y yo, yo y tu, solos, aquí y siempre, para convertirnos en eternos, para que hablen de nosotros, para que estas piedras no nos olviden. Nunca. Para querernos en este instante, para matarnos en este instante, para que tus heridas te duelan, para que mis heridas me duelan, para ser como somos, para ser nosotros.
  • De acuerdo hombre, juguemos, con nobleza, yo buscaré tu cuerpo para romperlo, para que sientas mi rabia, por orgullo hacia los míos, por la casta que me dejaron miles de otros que fueron como yo. Juguemos, bailemos esta danza inventada en islas de versos. Sabemos de nuestros miedos, los que nos acompañan en las noches de lunas rotas, cuando el campo es una sombra larga de recuerdos.

En su rostro están los roquedales de la sierra madrileña, entre los que se escondió durante cinco años para buscar, como hacían los anacoretas, la verdad del silencio. Y volvió para sentir a la vida con la fuerza que le da el pasear del brazo con la muerte, para que cada segundo sobre la arena, cada dibujo que plasma sobre la arena, cada giro de su cuerpo y de sus manos sobre la arena le acerque al rayo y su luz cegadora, y al vacío que deja tras escribir el diagrama del placer entre la tierra y el cielo.

Volvió para escaparse del adiós de sangre en quince centímetros que quiso escribir Navegante en Aguascalientes. Volvió para volver con ocho litros de sangre nueva recorriendo sus venas y sus arterias y ser Nietzche y convocar a su Zaratrusta ante los infieles, ante los paganos de su credo, ante los blasfemos que desean olvidar los viejos ritos que no comprenden y les asustan, que intentan cambiar las piedras del sacrificio por los terminales de la cultura del vacío. Volvió para desafiar al tiempo, como el último de los suyos, para dejar que Ingrato viviera tras haberle ofrecido su vida, para que les dejaran a los dos perderse por la Puerta de los Cónsules, entre el olor a lavanda de Nimes y el baile de los cipreses que intentan hacerle cosquillas a la luna.