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Las urbes masificadas serán el cáncer del siglo XXI

Cualquiera que haya conocido París o Londres hace 20 o 30 años, cuando estas ciudades alcanzaban ya los 8 millones de personas en áreas metropolitanas que habían rebasado ampliamente los límites provinciales, podrá constatar si vuelve hoy a visitarlas que el aumento brutal de su población, entre 13 y 15 millones de personas, las ha convertido en un verdadero caldo de cultivo de todo tipo de problemas cada vez más iresolubles: la limpieza, la inseguridad, el tráfico, la contaminación, el suministro de alimentos, la sanidad, etc, pero sobre todo el “estress” que convierte a las personas en seres cada vez más incapaces, paradójicamente, de relacionarse más allá del inevitable contacto físico que produce las aglomeraciones en el transporte público o en los supermercados.

El fenómenos de las grandes urbes masificadas no parece preocupar a nadie, pero la realidad es que pueden convertirse en el cáncer del Siglo XXI si siguen creciendo al ritmo que las nuevas olas emigratorias llegan a ellas. Recuerdo como anécdota que en el año 1979, cuando todavía se vivía bajo los efectos del fin de la Guerra de Vietnam, fui a hacer un reportaje al pueblecito burgales de Vivar del Cid- famoso por haber nacido allí don Rodrigo Díaz de Vivar, para relatar la llegada de varias familias vietnamitas que el Gobierno español había aceptado recoger y que había mandado a ese pueblo con la idea de que se establecieran ellos y que se evitase -por otro lado- la despoblación del campo. Efectivamente allí se instalaron, pero un año después habían desaparecido, buscando las oportunidaes que les ofrecían las ciudades.

En España, el fenómeno no es tan brutal como en Francia o en Gran Bretaña, pero la realidad es que casi la tercera parte de los ciudadanos de este Estado viven ya en las grandes zonas metropolitanas de Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao y Valencia, mientras el resto del país se quedan desierto. Los intentos de algunos pueblos de ofrecer gratis casas a las familias que lleguen o los planes de algunos jóvenes alternativos de “volver al campo” han sido flores de un día, sin resultado aparente.

Fíjense lo que podría suponer para los pueblos desiertos españoles la llegada de emigrantes, pero nadie ha planteado esa posibilidad porque la realidad es que los que llegan -tras grandes esfuerzos y desgracias- quieren también vivir en las grandes ciudades y no aceptarían su “reclusión” -así lo definirían- en esos lugares.

La culpa es de las políticas de los gobiernos que en los últimos treinta años decidieron acabar con la agricultura y la ganadería europeas para alimentar a sus poblaciones con alimentos producidos en el tercer mundo a precios imposibles de cultuvar aquí. El problema estará cuando ese tercer mundo se rebele y deje de alimentar a los millones de personas que viven en las grandes ciudades, por ejemplo.