El Cambio no es cambiar calles
Nunca estuve de acuerdo en quitar las estatuas fatuas del dictador Franco de las ciudades españolas: eran todo un retrato de una época en la que la cabalgadura ennoblecía a quien la montaba. Tampoco lo estoy ahora con el proyecto de cambiar los nombres de las calles que rememoren los tiempos de lo que llamábamos, quienes estábamos de veras en la oposición a aquel régimen, ‘la oprobiosa’. El Cambio no consiste en mudar nombres, remover arcos triunfales que levantaron horteras que se creyeron emperadores romanos o dinamitar un Valle de los Caídos para el que, es la verdad, no hemos encontrado aún algún destino conciliador. Habría que advertir a los nuevos ediles, y a algunos no tan nuevos que se incorporan ahora a la modernidad, que España tiene otras urgencias, mucho más ligadas a las infraestructuras que a las placas callejeras, notablemente más conectadas con la cultura y el bienestar ciudadano que con las meras cuestiones de nomenclatura, indeciblemente más preocupadas por el medio ambiente que por lo que pueda ocurrir con una tumba faraónica.
Franco murió hace cuarenta años, y el próximo mes de noviembre este aniversario se conmemorará, supongo, en radios, periódicos y televisiones como un hecho ya lejano, al que una mayoría de españoles es ya ajena. Las pasadas ferias del libro se nutrían de muchos volúmenes históricos, o periodísticos, que tenían en sus portadas a aquel que fue llamado, suprema exageración, ‘el generalísimo’. O a quien le sucedió, el Rey Juan Carlos I, que abrió la puerta a la transición hacia una democracia quizá imperfecta, pero de la que ahora disfrutamos tanto quienes padecimos aquella falta de libertades como quienes jamás conocieron los males derivados de esa carencia. Franco, y sospecho que también Juan Carlos, son ya Historia. Y la Historia puede quedar impunemente adherida a las paredes del callejero porque se compone de personajes que fueron notables para lo bueno y para lo malo. Porque de ambas cosas se nutre la Historia: varían, eso sí, los porcentajes, en función de quién la escriba, los vencedores o los vencidos.
Creo, afortunadamente, que el mayor peligro que emana ya del franquismo es olvidarlo, como algunos quieren olvidar lo que ocurrió a continuación: que las dos Españas se abrazaron momentáneamente para salir de la dictadura y alcanzar las libertades democráticas. Esta España nada tiene que ver con la que yo recuerdo de aquel 1975, y no regresarán aquellos (malos) tiempos porque mantengamos una calle dedicada a los ‘héroes de la División Azul’ o a aquel general Millan Astray que se reflejó para la posteridad al gritar “muera la inteligencia”. Alguien hizo alguna vez un pretendido chiste diciendo que la reconciliación significaba poder quedar en la calle Millán Astray esquina Miguel de Unamuno. Yo creo que, a estas alturas, ni de reconciliación puede hablarse ya, porque ya se han superado incluso los agravios de la tan controvertida memoria histórica: lamentablemente, muchos de nuestros hijos desconocen quién fue el uno y el otro.
Quizá debamos empeñarnos más en hacer felices a los vivos, y en ello tienen mucha responsabilidad los ediles y sus corporaciones, que en borrar los nombres de las tumbas de los muertos. Son también, aunque algunos se dedicasen en vida a hacernos a los demás la puñeta, nuestros muertos. No les beneficiemos con el olvido definitivo que significaría que desapareciesen de nuestras calles, tan plagadas, por lo demás, de recuerdos a gentes que ahora nada significan en el acervo colectivo: viví, durante veinte años, en una calle madrileña dedicada a alguien de quien nadie sabía qué había aportado a la humanidad para merecer estar ahí. Y, por cierto, no son solamente franquistas los personajes de funesta memoria que dan sus nombres a muchas de nuestras avenidas, calles, callejuelas y plazas. De verdad, me parece que hay cosas más urgentes que han de cambiarse ya; terminen de una vez con la política de gestos y pónganse a trabajar.