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Cambiar la Monarquía dentro de la Constitución para huir de la pandemia
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Cambiar la Monarquía dentro de la Constitución para huir de la pandemia

martes 16 de marzo de 2021, 12:01h
Sin tocar la Constitución se va a modificar la Monarquía. Es la hora de desarrollar un “Estatuto Real” que ponga al día los derechos y deberes en la Jefatura del Estado. No es el mejor momento, pero la “unión” que se ha producido entre pandemia y Jefatura del Estado es un virus que puede destruir lo hecho durante 45 años.

Se debería haber transformado ese equilibrio siempre inestable y sin desarrollo jurídico con un partido en el poder gozando de mayoría absoluta. Lo pudo hacer Felipe González, lo pudo hacer José Maria Aznar y lo pudo hacer Mariano Rajoy. El entonces Rey no pensaba en ello, se sentía cómodo como estaba.

La España de hoy camina muy deprisa. Todo son urgencias y la Monarquía de Felipe VI sabe que en el cambio está la supervivencia. Si como parece quieren resolver el problema real que existe con un pacto a tres, los dos grandes partidos, PSOE y PP, y la propia Casa Real se equivocarán. El bipartidismo no es fuente de futuro cuando la sociedad no lo respalda. Por la derecha y por la izquierda deberían pensar y negociar. La incorporación de las formaciones independentistas es otra asignatura. Ahí el ejemplo de Gran Bretaña estará presente. Para el resto, que se fijen como ha dicho Andreu Mas- Colell en la Baviera alemana.

Mientras todo eso está en sus inicios, se llenan cada día los medios de comunicación, con las televisiones por un lado y las redes sociales por otro, con dos temas hegemónicos: el virus Covid 19 y sus consecuencias, que parecen no tener fin y rodeado de tantas mentiras como de verdades; y la enredadera que agarrada a la Casa Real amenaza con estrangularla y derribarla. Enfermedad y Monarquía unidos en lo que se puede considerar un trabajo psicológico y social de primer orden. Las palabras son el mensaje. Y el mensaje conduce a la misma solución para ambas “enfermedades “: La vacuna, que en el espacio de la política se llama República.

Televisiones, radios y periódicos nos recuerdan con insistencia que existen los muertos, que existen los contagios, y que al lado de ellos están, como si fueran parte de un todo, los nocivos y criticables comportamientos de algunos miembros de la Familia Real, familia que va de Juan Carlos y Sofia a sus tres hijos y nietos, por más que legalmente se afirme que hoy ese título tan sólo lo tienen Felipe VI, la Reina Letizia y sus dos hijas. Como en tantas otras ocasiones la sociedad piensa unas cosas y el poder insiste en otras.

El tercer tema recurrente en los medios de comunicación es Cataluña. Antes, durante y después del último proceso electoral que ha reforzado a los partidos que defienden el independentismo. Desde hace 300 años el tema catalán mantiene una relación directa con los ataques a la Monarquía. En un proceso de cambio constitucional con referendum, tal y como plantea parte del actual gobierno y una mayoría de los partidos políticos, avanzar hacia la instauración de una Tercera República desembocaría en una inestabilidad en la estructura del estado, de tal calibre y alcance que la posibilidad de Cataluña separada de España sería mucho más fuerte. Detrás de ella llegaría el resto.

Ese otro virus institucional y estructural que se inoculó al Estado al comienzo de la Transición política es de largos efectos y sus nuevas “cepas” puede que no tengan tratamiento, ni vacunas si los políticos se empeñan en hacerse los ciegos ante su rápida expansión.

Parece que este primer tercio del siglo XXI queremos volver al siglo XVIII por la cantidad de horas y palabras que estamos empleando para esconder lo que deberíamos contar: el falso y tramposo Referéndum que se realizó desde el gobierno y el Parlament de la Generalitat fue la culminación de un proceso de deterioro del Estado que ha durado 40 años y del que son responsables los dirigentes políticos, desde Adolfo Suárez y Jordi Pujol a Pedro Sánchez y Pere Aragonés. Por medio pongamos a todos los demás. También a los sindicatos, también a los empresarios, al resto de instituciones del estado. Con la Monarquía de Juan Carlos como eje y paraguas de todo ello.

Tras la muerte de Franco había que construir una Monarquía democrática y parlamentaria y se hizo. Bajo vigilancia externa y control militar interno, un tanto a oscuras pero se hizo. Siete "padres", de los que dos siguen vivos, se encargaron de articular las bases que no eran tan sólidas como ellos creían: Miguel Herrero de Miñon y Miguel Roca viven para comprobarlo; los otros cinco han muerto: Manuel Fraga, Gabriel Cisneros, Gregorio Peces Barba y Jordi Solé Tura. De los dos "padrinos" que terminaron de negociar los últimos flecos, uno, Fernando Abril Martorell, desapareció hace muchos años y cumplió el papel que le había encargado el entonces presidente del Gobierno; el otro, Alfonso Guerra, que encarnaba el espíritu del PSOE de Felipe González, ya ha entendido que lo escrito en un papel puede durar lo mismo que ese papel víctima del fuego.

Desde el principio se aprobó, primero en las Cortes el 31 de octubre de 1978, y más tarde, con más del 83% de los votos, en el Referendum del 6 de diciembre de ese mismo año, que existía la Nación española junto a las nacionalidades y regiones que la conformaban. La soberanía estaba en la primera, la autonomía en las segundas. Nación de naciones y Nación de regiones, una división que se plasmaría en el llamado "café para todos" que redactaría el ministro Clavero Arévalo y en la "elevación" de Andalucía a la misma categoría de "histórica" que ya tenían Cataluña, País Vasco y Galicia. Distintos artículos para distintos niveles de competencia.

Cuarenta y dos años más tarde ninguna de las 17 autonomías quiere ser menos que las demás e incluso aspiran a igualarse con el "cupo vasco" o el "fuero navarro". Los distintos Estatutos que se han ido aprobando y reformando han terminado por cuestionar la "indivisible unidad española" que aparece en el artículo 2 de la Constitución y, desde luego los 22 artículos sobre la organización territorial que se desarrollan en el título VIII de nuestra Carta Magna.

La realidad es que tenemos 17 mini estados, con 17 Estatutos que aspiran a lo máximo pero que inciden en los mínimos detalles hasta configurar una espesa mezcla de leyes y normas que dificultan y encarecen la convivencia entre todos. Sobre esa "sopa de letras" que ha salido de los Parlamentos autonómicos cayeron las normas de la Europa comunitaria y el concepto, la esencia, la razón de ser y existir de España se empezó a diluir como un azucarillo en un vaso de agua.

A los españoles nos cogieron entre dos apisonadoras, la que empujaba desde el exterior y la que lo hacía desde dentro. Ambas nos están privando de nuestra identidad común con una perseverancia digna de ese esfuerzo, empezando por el lenguaje y la educación de las señas y logros comunes. Si no existe el español, que es sustituido por el castellano, el catalán y el vasco en igualdad de condiciones, ¿por qué no ampliar ese espacio multicolor con el patués, el bable, el castuero o el aranés?. Y, por supuesto, darle los mismos derechos y obligaciones al valenciano, al mallorquín y al ibicenco, al aragonés y al andaluz con toda la riqueza de sus giros y matices vocales.

La suma de disparates que se han ido aprobando y poniendo en marcha en estos 42 años por parte de nuestros políticos es tan grande y tan costosa que es casi un milagro que lo que está pasando en Cataluña en estos días no haya ocurrido antes, mientras se negocian pactos postelectorales, con la vista puesta en lo vivido tras la falsa declaración de independencia. Para ejemplo, un botón: multar a un establecimiento en esa autonomía por poner sus rótulos en español ( castellano ) pero no si lo hace en inglés o árabe.

Hemos deteriorado la palabra, el concepto, el significado de España, que lo tiene y sin las mentiras ocasionales e interesadas de turno. Si le quitamos la emoción de lo que significan, las palabras se mueren y desaparecen. Por esa razón la España que se quería construir en 1977 con la primera de las votaciones democráticas está desaparecida y oculta, se la ha alejado del pueblo, ha sido secuestrada por la clase dirigente, que no es sólo la política, que la ha retorcido hasta hacerla irreconocible para manejarla a su antojo, incapaz de renunciar a sus muchos privilegios. Tendríamos que retomar los versos que en 1937, en plena Guerra Civil, escribió Miguel Hernández en "Vientos del Pueblo" para que no nos rompan el corazón, ni nos sequen la garganta. Allí está la España de los asturianos, los catalanes, los castellanos, los extremeños, está la España de la gente, de la que sentirse orgulloso, en la que estar unidos para afrontar el futuro y no para mirar al pasado y convertirnos en estatuas de sal.