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Los Nibelungos en el corazón de las tinieblas

El Bernabéu tuvo el miércoles el fútbol que el martes no existió en el Calderón.
Un equipo español y un equipo alemán demostraron a otro equipo español y a un equipo ingles que se puede jugar al fútbol con emoción y calidad en unas semifinales del mayor trofeo que existe en Europa. El Real Madrid y el Bayern de Munich hicieron en noventa y ocho minutos lo que no habían hecho, ni intentado en otros tantos, el Atlėtico de Madrid y el Chelsea de Londres. La culpa de la abismal diferencia de lo ocurrido en dos campos de fútbol de la capital de España la tienen los cuatro entrenadores que dirigieron los espectáculos. Mientras que Pedro Pablo Simeone y José Mourinho renunciaban a ganar y colocaban a sus dos conjuntos escénicos formando dos murallas desde las cuales mirar al adversario; Carlo Ancelotti y Josep Guardiola apostaban por una escenografía en la que juntó al despliegue artístico del conjunto alemán estaban las individualidades sublimes de la compañía española.

En el Bernabéu hubo fútbol, tan lleno de contradicciones y falto de la lógica cartesiana como exigía el guión, que ya se sabían de memoria todos los espectadores. En el Calderón, un día antes, el fútbol estuvo de vacaciones por la testarudez de dos entrenadores que, siendo tan distintos, tanto se parecen. Y lo curioso es que los cuatro exponen sus razones, sus dudas y sus éxitos para explicar los distintos comportamientos de juego que tienen sus equipos.

Durante los noventa y pico minutos que duró el partido entre el Atlético y el Chelsea lo único que podía hacer el espectador que estaba en el campo de Manzanares y el que estaba en su casa o en el bar delante del televisor, era aburrirse. Aburrirse y esperar que alguno de los intérpretes del falso fútbol que les estaban obligando a poner en escena decidiera saltarse el guión y pensar por su cuenta. Mucha espera para mucha decepción y una esperanza para dentro de unos días: que en el Stamford Bridge de Londres los rayados rojiblancos sean capaces de meter un gol, ( ese aparente milagro que consiste en que un objeto esférico choque con una red de fondo tras atravesar una línea imaginaria entre dos palos ), y evite que los ingleses le hagan lo que ya les hicieron a los franceses del París St. Germain que llegaron tan tranquilos con sus tres goles y volvieron a las riberas del Sena con los dos que les dejaban en la cuneta. Sí eso ocurriera que, para que engañarnos, es muy posible, en la ribera del Manzanares siempre quedará el consuelo de una Liga que es muy difícil que se les escapé.

El espectáculo en el estadio de la Castellana madrileña, apenas 24 horas más tarde, fue muy distinto. Blancos y rojos pusieron en escena lo mejor de cada uno: el fútbol control, preciso, matemático, cartesiano, paciente de Guardiola, que dominó durante todo el primer tiempo pero que fue incapaz de inquietar, asustar o poner a prueba a Iker Casillas; y al otro lado la resistencia numantina, la defensa ordenada y en línea, la disciplina en la retaguardia y la incursión veloz en terreno enemigo diseñada por Ancelotti que exasperó a los espectadores hasta que el francés Benzema terminó con un agudo final los compases que habían orquestado los portugueses Cristiano Ronaldo y Coentrao desde el centro del campo.

Ese Descartes del fútbol que es Guardiola dejó que el enfado, su enfado, saliera de su escondite interior para mostrarse en todo su esplendor en los botellazos que dio contra el césped y contra su propio banquillo. El, que tenía a todo un Real Madrid atado y cosido en su propia campo, veía como la resistencia blanca organizada en dos cohortes de cuatro hombres y dos solitarias lanzas como muestra de ataque, era capaz en cuatro incursiones solitarias marcarle a su equipo un gol y desperdiciar, también sin lógica, otras tres ocasiones. Si aciertan Ronaldo y Di Maria, el equipo de Florentino Pérez estaría ya en la final de Lisboa esperando a ver si su compañero de asiento es Enrique Cerezo.

Cuando peor jugó el Madrid, cuando estuvo más acorralado en su territorio, cuando más parecía un juguete en manos de los alemanes, más ocasiones tuvo de gol y de forma más clara. Todo cambio en el segundo acto de la ópera del Bernabéu: el coro de los Nibelungos entonó sus mejores voces y se encontraron con el santo y la peana de Iker Casillas, que apareció como un moderno Sigfrido dispuesto a quedarse con el anillo del Rin ( en este caso del Isar) , sin esperar a que su particular Brunilda tenga que vengarle por la "muerte en vida" que han querido proporcionarle en su propio club.

Si en Munich el Real Madrid repite su actuación del Bernabéu mantendrá a todos sus seguidores en tensión durante los noventa y tantos minutos que dure el encuentro. Lo pasará mal, tendrá que esperar a que su gran retaguardia del miércoles resista los ataques de los guerreros del reino de la cerveza, deberá confiar en que su eje central con Xabi Alonso a la cabeza, sea capaz de romper el triángulo de creación que siempre utiliza Guardiola, y se encomendará a sus propios nibelungos para que, emulando a los helicópteros de Coppola, lleven al corazón de las tinieblas la música triunfal de Richard Wagner mientras ese objeto esférico y voluble traspasa la raya invisible y gloriosa que existe entre dos palos.